La sabiduría de ser mexicano
- Sheyla Ortega
- 25 oct 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 11 nov 2018
Se llega al conocimiento por medio de la experiencia. Y es una obviedad que no se habla de lo que no se sabe. No conozco, ni absurda ni fugazmente a un francés o algún japonés, en ese caso no es grato si hablo de su cultura sólo porque vi una de sus obras cinematográficas o me leí uno de sus íconos literarios.
Un mexicano —o por lo menos lo que se esconde detrás de él—, va más allá de comidas picantes y tacos. Tengo la necesidad de decirlo porque me parece algo trágico que no podamos interpretarnos incluso dentro de la raza propia. Desconocemos el paisano y somos el paisano. No es mi propósito, de ninguna manera, hablar de lo superficial. Eso (aunque ha quedado en intentos), ya lo han hecho antes[1]. Y hoy especialmente no me siento para banalidades.
Para saber lo que es un mexicano hay que serlo, y el que es mexicano crea en su obra una fantástica mexicanidad. Entonces puede encontrarse, generalmente, un álter ego del paisano en su obra, como es el caso de Juan Rulfo. Quiero decir, el hombre que nació y ha crecido en México —o el hombre que se ha empapado de él—es alegre, concibe una felicidad tan melancólica y mediocre en ocasiones, pero es tan pura que contagia. Limita a sus opresores y se alza a defender el honor de sus creencias y su nombre. Es el que sin penas habla con albures y sin afligirse usa la playera de su equipo favorito cuando debería llevar traje. El mexicano creó el tequila y el mariachi para las alegrías y tristezas, por igual; lo hizo el día en que se dio cuenta que el pan no era suficiente para las penas y además podía haber algo que resultara multifuncional. Estamos lejos a lo que han contado de nosotros. Si quieres conocer a un mexicano lee El llano en llamas.
Aparte, quiero dejar claro que el mexicano no es un exabrupto naturalmente. Es un método de defensa. Siente, en su sangre extremista, la necesidad de siempre estar alerta. Una razón de ello es la política, que influye bastante en la desconfianza mexicana. Y no es difícil explicarlo habiendo una guerra por Cristo en pleno siglo XX debido a lo cercano que estuvieron las leyes en la limitación de la práctica de su religión. Porque al mexicano no le vienen a quitar lo que bien arraigado trae. Además el catolicismo es una de las grandes constantes por las que México fluido desde la independencia. México se arraigó dentro de una religión y la hizo suya, así como el castellano o la agonía del mestizaje. Se entromete aún en la actualidad, en donde el catolicismo llena todavía la mayoría de los hogares. En México no podrás hablar de promiscuidad o incluso de homosexualidad, porque la señora —seguro ya traerá unos 50 años encima— que vive al lado, se pondrá a rezar Padre Nuestro y Ave María por tu bien y el perdón de Dios. Que al cabo se sabe el rosario de memoria. Y está, por otra parte, el “Dios dice y dirá”, adagio utilizado por el católico (mexicano) y lleva detrás su aplastante significado: estoy dispuesto a luchar por lo que Dios me ponga, y si me pone piedras son pruebas para demostrarle que le soy fiel.
El mexicano es y fue un mestizo. Fue el mestizo que hizo crecer al Imperio Español gracias a su riqueza. Es una riqueza que a pesar de destacar biológicamente, está implantada en la cultura y sentimientos mexicanos. Erróneamente concurrimos en pensar que el mexicano es lo que fue antes de la conquista. Y para Samuel Ramos está claro que no es más mexicano el antiguo, y tampoco el que tiene sangre y cultura revueltas.
Huitzilopochtli como figura, es México. México es un sol resplandeciente pero aún es un día nublado. Lejos de producir incandescencia, cuando llegue el día va a formar con la lluvia anterior un inmarcesible arcoíris. Y al igual que en los demás, Rulfo hace cantar al gallo antes, Feliciano Ruelas es Huitzilopochtli. México no es un país sin remedio, no hay que confiarse, como lección tenemos la fábula de la tortuga y la liebre.
No somos lo que fuimos ni lo que seremos. Somos lo que somos. Y es algo que no debemos olvidar. Un sabio no se hace por lo que sabe de los demás, sino por lo que sabe de sí mismo. La sabiduría consta de tres cosas: saber qué eres, quién fuiste y a lo que vienes. Un mexicano sabe que es un bohemio natural, fue un indio discriminado, y viene a luchar.
[1] Es el caso de la película Machete, del director Robert Rodríguez.
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