Flores a la entrada de la casa
- Andrea Cuevas
- 24 nov 2022
- 5 Min. de lectura
La colonia Campesina tiene sus calles nombradas por flores.
Sus flores, algunas más conocidas que otras, son las habladas por las bocas de las señoras. Algunas como girasoles, jazmines y geranios, calles largas y habitadas.
Me di cuenta de esto cuando paseaba en la calle Violetas, un día que caminaba con mi amiga a la que solía acompañar a su entrenamiento, es muy activa y, por tanto, deportista. Por un momento nos perdimos, busqué la banqueta y vi el nombre Violetas. La siguiente era Margaritas.
Las margaritas eran mis flores favoritas, pero para ese entonces habían dejado de serlo. Lo eran por un libro, una historia que había leído días antes sobre hanahaki. Hanahaki, una enfermedad donde romantizan el amor no correspondido. Siempre sobre un enamorado que entre las variaciones que la gente le da según cada creación y conveniencia, según esté o no enterado de que es o no es correspondido, le crecerán flores desde lo bajo de su estómago por el simple hecho de amar. Serán vomitadas, evidencia de un amor sólo propio, y las mismas flores, cada vez más altas y agrupadas, perforarán los órganos de la persona, y le llevarán a la muerte si es que nunca comparte el amor con quien quiere. El protagonista de una de esas historias vomitaba no me olvides, una desesperación brotante por la sangre sobre las flores vomitadas fue una novedad, que buscando entre sus historias y leyendas de las pequeñas y azules flores, me había gustado. Esta novedad pasó a ser mi favorita, dejando atrás a las margaritas.
Lo leí en casa de aquella amiga, con la que he de decir que ya no hablo tanto. Ahora no la acompaño a sus clases, ya incluso cambió de disciplina, una novedosa disciplina con novedosas personas, como cambiar algo por el olvido, cuyo irónico nombre es una petición rogada: no me olvides.
Supe de más flores en una de aquellas veces que visité a mi papá, junto a mi hermana (debo decir que era en realidad yo quien le acompañaba). En el mapa en el que veía la ruta para no perdernos entre el jardín de flores pavimentadas, fue donde conocí más de esos nombres. Cuando iba en el camión, pensaba, situada en uno de sus asientos, que el que fuera llamado Campesina lo hacía aún más opaco. De este mismo pensamiento, surgía una pequeña pregunta: ¿No estaba el camión fuera de lugar?
Lo estaba. El que el camión fuera así identificado lo hacía triste, porque el camión, grande, gris y sucio, era lo contrario a calles florecientes, limpias, que sostenían casas con capullos coloridos en macetas puestas en ventanas. El camión no daba la misma imagen colorida del conjunto de flores que conforma una alegre colonia, al contrario, era un objeto inmenso y viejo. El camión quedaba siempre sobre esos nombres, no se difundía en ellos. Le haría falta una flor sobre sus asientos, pensé, que fueran cubiertos por tal vez, Miguelitos.
Cuando llegué a la casa donde habita mi padre, se vio anormalmente ordenada. En la entrada parecían crecer flores pequeñas y azules que caminaban hacia su sala y se sentaban en su sillón; el que hasta vacío estaba de sus pertenencias.
También lo vi a él, sentado en el patio dando la espalda a la entrada, encorvado y nebuloso por el humo de los pescados puestos en el disco (la comida de ese día), evitando ver las flores pasar, que burlonas reían por ser las únicas en visitarlo. Con su vieja playera gris, su cachucha negra y sus brazos siempre manchados de yeso, un patio al fondo lleno de basura que su familia avienta cuando no la necesitan, con pasto apenas creciente. No escuchó la llegada; tal vez por eso se asustó cuando sintió nuestra presencia.
Cuando comíamos, mi hermana me comentó, por el hecho de que me gusten tanto, que una de las calles se llama No me olvides. También fue quien dijo que la calle Miguelitos es llamada Miguelitos, que lo usara por su nombre tan cantado y alegre.
¿Con qué? Pensé. Y volteé a mi papá, quien se mandaba una cucharada de comida a la boca ya llena.
Fue ahí, ahí en la vieja mesa arreglada, pintada y sanada a la fuerza, donde mi hermana me hizo dar cuenta que la calle en la que vive mi triste padre, tiene por nombre Miguelitos; mi papá vive en la calle Miguelitos. La calle de flores danzantes en un jardín musical.
Se notó fuera de lugar.
A mi papá lo noté grande, opaco y gris, junto a la ventana tapada por la cortina floreada, sin luz. Lo noté con carácter, con fuerza y con malestar. No tenía la apariencia de un tono cantado como la de los miguelitos, ni felicidad en sus ojos como sus pétalos. No parecía difundirse en su calle, no como si él fuera parte de ella. Él no bailaba, tampoco cantaba, ni tenía en él gotas frescas de vida. Lo vi, caminando sobre las calles de su colonia y la idea de que él no tenía similitud a las banquetas que cargaban a las flores me llegó desde lo bajo del corazón.
El pensamiento y la tristeza empática de que él quedaba fuera de ese entorno, que era demasiado joven para encajar en viejas casas alegres con capullos en macetas sobre ventanas, de su personalidad ahora triste que no se fundía en todo aquello aún si tenía miguelitos sobre su rostro, era lo que una hija abandonada entendía de quien le abandonó. Por haber sido lo contrario, por no diluirse, por ser algo que nada parecido a lo otro. Sólo por caminar sobre calles, sólo por no ser ellas. Aún si le ponían colores, entre los huecos se notaría su seca piel, y evidenciaría que no pertenece a la luminosidad de las calles.
Se veía también cambiado.
Una imagen donde él quedaba cada vez más vacío entre la casa donde vive. Me enteraba que se hablaba menos con amigos, y que su casa limpia era la consecuencia de las visitas cada vez más escasas. La imagen con la cual intentaba convencerte, para él convencerse, que el tiempo libre era la felicidad por el escaso polvo entre sus muebles, por el patio cada vez más limpio, por la casa cada día más arreglada, solo porque ahora la gente no le quita el tiempo; cuando él feliz siempre estaba de que el día tan poco durara.
Sus conocidos encontraban novedades, sus primos ahora iban con otros primos, sus amigos con otros amigos y su padre con otros hijos, los demás encontraban novedades, pero esas novedades eran el olvido de mi papá, que ahora además de pesado, estaba apagado. Y su cuerpo opaco estaba fuera de lugar en la colonia, que no tenía sentido que él viviera en medio de tanta vividez.
Así mismo fue olvidado por otro padre de sus hijos. Por la hija, cuya característica está en su preferencia por las no me olvides, que entre abandono se va en praderas, para el encuentro de verdaderas flores. Que para huir del abandono, abandonó al abandonador, que triste quedó en su sala, pulcra y limpia, llena de flores, limpiando lo ya limpio.
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