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Se le llama Astucia

Actualizado: 13 nov 2022

Cuando conviví con esa mujer siempre hubo dos cosas a las que me tuve que enfrentar: la primera, que fue difícil entender el motivo de su presentación, la segunda, que yo tampoco me entendía. No es algo que otros supieran, nada más yo. Ella, por supuesto, lo adivinó.

De repente llegó a mi vida, un día diez de abril, creo. Se presentó primero que todas las del club de tejido:

–Hola, señor. Mi nombre es Astucia, —luego susurró— próximamente

Y cuando en su alma de pronto se agandallaba la soledad, le gustaba resaltar

“Por motivos cuestionables, en la presente indico que me he cambiado el nombre: Remedios de la Soledad Astucia y apellidos.”

Era una mujer realmente vivaz. Antes de cambiarlo, le hacía honor a su nombre, podría decirse que se lo tomaba en serio. Caminaba sola y se creía doctora. Nunca pude hacerle entender que los nombres son la pequeña venganza —¿o tregua?— en caso de que el chamaco les saliera malo o desgraciado.

En invierno me decía “Tómate un té de tila con laurel, puede hacerte bien. Yo más que nadie sé que no quieres envejecer pronto y el resfriado nada más para eso sirve”. Y al momento de oír mis lamentos matutinos rezaba tres Ave María y dos Padre Nuestro; que también curaban, decía la gente.

Sin duda verla resultaba todo un albur: en muchas ocasiones —por no decir todas— vestía medias rojas con puntos blancos, acompañaba vestidos formales con zapatillas deportivas. Y no es que sepa mucho de moda, pero ver a las personas tomándola a comediante, carcajeándose (en su interior, sin poder inhibir la sonrisa), me hacía saber que no era del todo adecuado.

Era una mujer, repito, con brillo propio. Mientras los demás se vestían de luna, ella era el sol. No se conformaba fácil y era imposible ganarle una pelea, aunque había ratos en que se ponía seria y en esos pedacitos de tiempo se podía escuchar el bramido de su tristeza ocultándose en el silencio. Una de esas veces, me dijo:

—Soy eterna, Chucho.

—¿Y ahora por qué dices eso, Astucia?

—Es triste y lo sabes. Veo el recorrido de cada persona que pase por esta casa. Incluso, sé de quién juró reparar el rechinido de esa puerta que me ha molestado por siglos.

—En vez de ponerte triste deberías de presumir, ¡es algo que todo el mundo quiere!

—No, Chucho. He estado sola siglos y el día en que te vayas nadie más querrá hablarme… y volveré muy temerosa a contar estrellas en el atardecer —agregó, casi como reproche— además los humanos ni saben lo que dicen.

—En el atardecer no hay estrellas.

—Es así como tú lo ves.

Después —más o menos cuando ella dejó de ser eterna— supe que era cierto, las estrellas estaban siempre ahí.

Llegó un momento en que éramos parte de nuestro cotidiano y además teníamos una razón para cada acción. Por ejemplo, cuando ella picaba los tomates y yo la cebolla. Porque Astucia sabía que en esos momentos yo dejaba que el mar repleto de tristeza que habitaba en mis ojos, volara libremente sin herir mi orgullo.

Ella sabía muchas cosas de mí. Podría decirse que me conocía. Yo conocí también el lado melancólico de ella que siempre fue efímero, como todo en Remedios, de a ratos. De a ratos alegre y fugaz, de a ratos permanente y triste. Además había algo en ella que no podía marchitarse: la valentía. La mujer valerosa que ocupó mi vida. Que me daba té de laurel para el resfriado aunque no sirviera de nada. Que rezaba por mí aunque no fuera católica. Que allanaba mi alma sin permiso.

La astuta Remedios encontró el principio elemental que buscó toda su vida. Nunca lo dijimos en voz alta, sino en clave mirada: Sí uno no se pudre es porque su alma tiene todavía cosas que contar, soñar, aprender (así como también puede ser un conjunto de las tres).

Y entendí también, después de andar juntos por lucidez y locura, el motivo de su presentación. La causa de cambiarse el nombre y ser a sí misma infiel. Ella era: Remedios de la Soledad Astucia y apellidos.



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