Librarse del humo
- Andrés Arévalo
- 28 mar 2024
- 4 Min. de lectura
Me fui de la casa un miércoles. Me levanté, tomé un abrigo y unas mallas, lo mínimo para sobrevivir al frío. Agarré todo el pan que pude y los 600 pesos que llevaba en la cartera, con eso compré agua y pagué el camión.
Pablo es un amor, siempre tan pulcro y almidonado. Yo lavaba los platos y él cocinaba, teníamos un convenio. Él siempre tiene todo en orden y yo, yo nunca sé nada. Pablo siempre me hablaba de cosas extrañas, que si el jazz y París y que si Adorno y el fascismo. Es alguien incomprensible. A veces me cuesta creer que en tan pocos años haya tenido tiempo para aprender tanto. Él me hace sentir que pierdo el tiempo.
Es que en esa casa no se podía estar. La renta y la comida y el transporte y los perros de los vecinos. Es simplemente absurdo. Yo siempre creí que nada es normal y que solo aceptamos las cosas por costumbre. Como esos ruidos que hace la gente al chocar la cuchara con los platos y los estornudos ¡ay los estornudos! Son ruidos tan frecuentes que los pasamos por alto, pero, de vez en cuando, en momentos de plena conciencia, resultan insoportables.
En el trabajo no me iba mal, o eso creía, porque yo andaba de acá para allá y de allá para acá sirviéndole sus cafés a hombres importantes, tan importantes que sus nombres estaban en placas de metal sobre sus escritorios y en diplomas que adornaban las paredes como una suerte de arte contemporáneo. Hombres trajeados en el vertiginoso proceso de la alopecia que me gritaban Gala cita a las cinco, Gala mueve la cita de las cuatro a las seis, Gala, Gala, Gala…
De tanto escuchar mi nombre llegué a olvidar que ese conjunto fonético representaba algo. Porque por alguna razón la g, la a, la l y la a, en ese orden, me significan a mí. Soy la lenta transición silábica, soy el viaje de la lengua y el vibrar de las severas cuerdas vocales. Qué ridiculez. Es que nosotros, los que no tenemos trajes ni diplomas no somos nadie. Somos ligeros Franciscos, Andreas, Camilas y hasta Isabellas. Quizá odie a Pablo porque él sí es alguien. Da clases de ciencias sociales en una preparatoria y se lleva bien con sus alumnos. Tuve que irme de la ciudad para que Pablo no me encontrara. Él me quiere tanto…
Corrí a la central de camiones y compré el primer boleto a un pueblo desconocido. Me sorprendió la rápido que abordé el camión. Dudé: Dios mío ¿pero que estaba pensando? ¿qué acaso no había otra manera? Pero claro que no la hay. Porque ya no quiero ser Gala la recepcionista, ni Gala la novia, ni Gala la nada.
Dejé mi celular en la casa, me hacía mal, me enfermaba. Pero en el camión pensé en mamá ¿cómo hablaría con ella? ¿Qué acaso aún se envían cartas en los correos? Ni siquiera sé su dirección. ¿Y Pablo?, quizá ya despertó y vio que faltaba la ropa y la cartera, quizá hasta me llamó y se dio cuenta de que el celular está en la casa. No sé mucho de reportes de desaparición. Debí dejar una nota, pero ya no hay vuelta atrás. En el mejor de los casos a Pablo no le importa nada de esto y sigue con su vida: se sube al pequeño carro blanco y maneja hasta la escuela, saluda a todos, porque él es amigo de todos (eso me irrita demasiado) y comienza a dar su clase sobre metodologías de la investigación, bajo el techo del desagradable sistema de competencias.
Quisiera estar loca, los locos no piensan en su madre ni en su Pablo. A veces creo que la locura es la verdadera libertad, el bello ensimismamiento en el que la plenitud no se oculta bajo las pieles de los abrazos, las familias, los novios, los trabajos. Yo quisiera estar sola todo el tiempo y no extrañar a nadie, pero no puedo. No puedo dejar de pensar en los ojos de Pablo, en sus pestañitas y en sus uñas tan bien cortadas. No puedo dejar de pensar en que, a pesar de todo, amo. Odio cuando mamá me llama y platicamos por horas, odio visitar a mi abuela porque vive lejos, odio que en el trabajo pretendan ser mis amigos, odio platicar con Leo sobre sus exnovios, odio todo y quiero estar sola. Ese pensamiento, ese deseo me absorbe desde que era niña. Yo no quiero que se esfuercen por mí, no quiero depender de nadie. Esa pesadez de estar atada a las personas es horrenda. Quisiera vivir en una torre, apartada de los bancos y de las casas, de las señoras y de los niños, de las ventanas y las paredes, me gustaría estar apartada de esa tal Gala que se asoma en los espejos.
Una señora me toca el hombro y con una amable sonrisa me anuncia que es hora de bajar. Miro por la ventana y está lloviendo, no tengo paraguas.
Andrés Arévalo Quintana, 2023
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